Madrid vestía de gala, y en aquel año que corría, 1973, la Fiesta se vivía no sólo como un orgullo, un derroche de virilidad y espíritu nacional, sino también como una huída. Una huída hacia adelante, sin retorno ni posibilidad de marcha atrás.
Martín era un hombre hecho a sí mismo, y que a pesar de sus escasos años, ya había caminado por las oscuras sendas de la desesperanza. Pero aquella tarde, el mundo le sonreía. Todos esperaban lo mejor de él, no les podía defraudar.
Vestía de oro y grana, y con ese cuerpo prodigioso, su imagen reflejada en el espejo de la habitación, era como la réplica del mismísimo Apolo que hubiera bajado del Olimpo de los dioses a mezclarse con los mortales, en una tarde de sangre y arena…
El hall del hotel estaba repleto de periodistas y curiosos. Martín Serrano, “Martinete”, había suscitado gran interés no sólo entre el público y entendidos en la Tauromaquia, sino también en la sociedad en general. El caso “Martinete” era singular: su propia vida, la forma en que llegó al mundo del toro, su originalidad e innovación en el arte de Cúchares, la valentía y arrojo que había demostrado en su corta pero fecunda experiencia como novillero…
Todo eso hizo que despertara la simpatía y admiración de todo el mundo, y que su salto a la categoría de los elegidos hubiera sido tan rápido y sorprendente.
No había un solo rincón en toda la piel de toro donde no se hubiera oído su nombre alguna vez, donde no se hubiera hablado de él. “Martinete” era, representaba, al “héroe nacional”, aglutinaba en él todas las virtudes de una persona “como Dios manda”. Era el hijo que toda madre quisiera tener, el novio que toda chica soñaría como marido, el amigo noble y leal que cualquiera desearía. ¡No, no podía defraudar a todo un país!
Trató de esquivar a toda esa muchedumbre, de escabullirse a sus miradas… y como si fueran un único toro, los fue dejando atrás con todo tipo de suertes:
“de costadillo”, “recortes”, “cordobitas”, “naturales”… Sólo le faltaba entrar a matar… Y para cuando sus pensamientos quisieron volverse negros como el tizón, viscosos y espesos como el petróleo, Serafín ya le había empujado dentro del coche que enfilaba derecho hacia Las Ventas.
La negra montera reposaba sobre sus rodillas, como el pasado que dormía en su interior y que empujaba por salir; la sujetó y miró por la ventanilla. La primavera estaba en su clímax, los árboles lucían su vestido renovado y le saludaban con fresca sonrisa.
Serafín se percató de que algo sucedía y puso su mano sobre la de Martín.
- Tranquilo maestro, que todo va a salir bien.
Veía los pitones de aquellos Miuras que iba a torear embistiéndole sin piedad, una y otra vez… pero no eran los toros, eran sus penas, eran sus miedos, era su conciencia. No quería sentirse así y trató de disimular su arcada, el asco, el vacío en su cabeza, la nube en sus ojos… no quiso. No quiso, y pudo.
Llegaron a la Plaza, y el murmullo, el jolgorio de la calle estalló en su cerebro como una potente bomba. Dejó a un lado sus tribulaciones, con un hondo suspiro volvió su mirada hacia Serafín, y le dedicó una amplia pero triste sonrisa.
Entró en la plaza protegido por los suyos, entre un escudo de capotes y monteras, con los aplausos de la muchedumbre arremolinada en las entradas.
El presidente de la plaza salió a recibirle. Le estrechó la mano, una mano grande, caliente y algo pegajosa; y con un leve empujoncito lo introdujo en la enfermería (qué comienzo, pensó). Allí estaba el cirujano de la plaza, Don Francisco Soto, una auténtica institución. Le dio un abrazo mientras sostenía un flamante Montecristo en su mano izquierda.
- Tranquilo muchacho, no hay de qué preocuparse, si ocurriera algo, estás en buenas manos.
Martín se estremeció, aunque le obsequió con una forzada carcajada.
- ¡Vaya cosas que tiene usted, don Paco!
Rieron.
Y allá, en el fondo, sentado en una silla, estaba José Sánchez, “Pepín de Ronda”, serio, enjuto, con los ojos bajos. Se puso en pie y caminó unos pasos hasta poder enfrentar su mirada con la de Martín, dejando al descubierto una gran cicatriz que cruzaba su mejilla derecha de norte a sur. Martín sintió cómo la emoción le cerraba la garganta y se apoderaba de su voz. El “Maestro” le sujetó por los hombros, esbozó una leve sonrisa y lo abrazó con una mezcla de rabia y desgarro.
- ¡Ánimo, maestro, que hoy saldrá usted a hombros y por la puerta grande!
Las lágrimas quedaron ahí, a punto de romper en diluvio. Fueron juntos a rezar y Don Julián, el capellán de Las Ventas, los bendijo con parabienes y mucha prisa.
Serafín y la cuadrilla estaban esperando en el callejón: El Toto, Juan, Sito y Manuel. Los capotes desplegados, haciendo pases ante toros imaginarios, citando con las banderillas a esos fantasmas que les esperaban en el coso de rubia arena. La música rompió el pesado silencio de sus pensamientos. Los alguaciles en sus caballos, vestidos con las galas propias, y detrás ellos, los protagonistas, el cartel completo: Armando Ríos, “El Rubio”, y sus hombres; José Sánchez, “Pepín de Ronda”, con su cuadrilla, y él, Martín Serrano, “Martinete”, con los suyos, dispuesto para su tarde de gloria.
Miuras. Los que esperaban en los toriles eran, ni más ni menos, que unos bravos y bellos ejemplares de la ganadería de Miura, los mejores, los más bravos, los más peligrosos…
Al son de un pasodoble se abrieron los portones y la comitiva taurina irrumpió en la Plaza, cegada por el potente sol y con la bendición del Santo.
De aquella tarde ya no recuerda más, no quiere recordar más. Ahí termina esa parte de su vida, el punto de partida y el final de la historia. Nadie dijo cómo empezaría, ni cómo sería el final… Todas las conciencias del mundo se levantaron en armas en su interior. Todos los miedos y las mentiras. Y ahí es donde decidió poner punto y final a todo.
Desplegó su capote, obsequió con una “verónica” al público arrebatado que se lo comía con su entusiasmo, echó a volar el rojo reclamo y a la vez, giró con arte sobre sí mismo. Saludó al respetable. Y haciendo un profundo hoyo de rabia encendida en el coso de su vergüenza, con esas manoletinas que estaban destinadas a pisar orgullosas todas las arenas de España y Latinoamérica… salió por uno de los burladeros justo debajo de los tendidos de sol.
Eran las seis y media de la tarde, la tarde de su ignominia. Acababa de deshonrarse y de ofender a todos aquellos que habían creído en él, que le habían apoyado y aupado hasta llegar allí. Pero ya era suficiente, ya había pagado con creces esa ayuda. Ahora había llegado su turno, ahora escupía su asco y su miedo a la Fiesta, lo escupía ahí, en esa arena que le reclamaba bravía.
Habían pasado los años. Su acto, cobarde para unos, valiente para otros, no pasó desapercibido, y no hubo mentidero en el que no se hablara de ello. Sí, habían pasado los años, y Martín Serrano rehizo su vida. Lejos, tuvo que marchar lejos, pero eso no le importó, nada le ataba, su deuda estaba saldada. “Martinete” quedó enterrado para siempre, allí, en el coso de los grandes, cubierto de sudor, de lágrimas, de vítores, de pitadas y sobre todo, de rabia, de mucha rabia.
Martín Serrano levanta los ojos del papel y mira por la ventana de su pequeña casa en Australia, la vista se pierde en el infinito. Pequeños puntos blancos que se mueven con tranquilidad, es el gran rebaño de ovejas de su vecino Fred. Vuelve a lo suyo. Se pone las gafas y sigue con la correspondencia. Esta vez tendrá que viajar a Japón, donde le invitan a dar unas charlas acerca del maltrato que sufren los animales. Martín, se ha convertido en un reputado activista por la causa animal, fundador de varias asociaciones, escritor de artículos, libros…Vive en paz con él mismo y con el mundo. Atrás quedó “Martinete”, que de vez en cuando le sonríe desde la oscuridad del olvido… y le brinda la faena de la tarde: “¡Gracias, maestro!”.
Postal: regalo de Lourdes a Silvia, préstamo de esta última Texto: Edurne