¡No! Por si alguien vuelve a
preguntármelo otra vez, ¡no, no lo vi venir!
Es muy fácil ver las
cosas desde el otro lado, detrás de la barrera, mientras que una está en el
coso, tiñiendo de rojo el albero, toreando las embestidas que ése que
se hace llamar “tu marido”, te asesta un día y otro también sin piedad alguna.
Muy fácil ver cómo iba a terminar todo, y más todavía cuando
los hijos a los que hay que cuidar y proteger no son los propios, sino los de la que está tratando de esquivar los envites. Y encima es más
fácil todavía asumir el papel de protector…
Pero no vale. Hay que estar en la
piel de alguien como yo para saber lo que es vivir en la oscuridad más
hermética, sin aire que respirar, teniendo que dormir con un ojo despierto, con
la piel alerta y el corazón en el exilio de los afectos…
Y no, lo vuelvo a repetir: ¡no lo
vi venir!
Al principio, al poco de
conocernos, yo ya sentí que tenía algo especial, no sé, su mirada, su forma de
sonreír, cómo se me acercaba a preguntar qué tal estaba, si me encontraba a gusto
allí… Y es que yo acababa de llegar nueva al instituto. Mi padre había muerto y mis hermanos, mi madre
y yo nos habíamos tenido que trasladar a vivir a casa de mis abuelos, una casa
bastante más grande que la nuestra, y también
porque no podíamos pagar aquella en la que habíamos vivido hasta
entonces, la casa que estaba ligada a nuestra infancia, a todos nuestros
recuerdos, los buenos y los malos…
A mis catorce años yo era una
adolescente tímida y fácilmente impresionable. Él fue el único chico, él ha sido el único
hombre en mi vida. Lo tuvo muy fácil. Recién salida de la infancia, de su
mano me interné en una adolescencia llena de zozobras y miedos. Miedo a no ser
suficientemente guapa y lista para él, a no hacer lo que me pedía que
hiciera; miedo a que me dejara por otra, por cualquiera de las que siempre revoloteaban a su alrededor, y porque así me lo hacía ver. Así me tuvo todos aquellos años,
mendigando una caricia, un beso… Hasta que le demostré que por él era
capaz de todo.
Él me hizo suya y me encerró en
esta jaula. Tiró la llave muy lejos, tanto como grande era mi temor a que
dejara la puerta abierta y me dijera que saliera, que ya no me necesitaba. Pero
ahora, después de casi cuarenta años, acabo de salir yo sola de ella. Entré
siendo casi una niña y salgo convertida en una esposa humillada y maltratada, en una madre amantísima y abnegada, y en una abuela entregada y temerosa. Una mujer
perdida.
Y ahora, solo ahora, es cuando
todo el mundo se está enterando de lo que ha sido mi vida en realidad, lo que
había tras esa cortina de humo que yo dejaba escapar para que cubriera la
verdad.
A los tipos como él no se les ve
venir. Son de los que saben dar una de cal y otra de arena, así, rápido,
rápido, para que no te dé tiempo a reaccionar y pienses que todo ha sido un mal
sueño. Son de los que un día alaban lo que haces, cómo eres, y que te dicen muy
bajito que sin ti no serían nada… Todo para ablandar tu corazón y hacer que te
sientas culpable por haber querido huir de la jaula. Y también son de los que
utilizan tu amor de madre para tenerte sujeta, segura, porque los hijos, ¡ay,
los hijos.!
Y vas trenzando con hilos de
frágil algodón el mundo en el cabéis todos. Inventas una felicidad pequeñita,
pero que te sirva para seguir avanzando un paso más cada día. Te alimentas de
un abrazo a deshoras, de un “te quiero” apenas balbuceado, de un viejo sueño
una y otra vez desempolvado. Y te lo crees, te lo quieres creer.
Tapas las heridas de dentro y de
fuera, los golpes, las ojeras, los insultos, reproches y sinsabores, todo lo
escondes con mano hábil y temblorosa. Y así un día y otro, un año y otro.
Ante ti desfilan desprecios,
amantes, engaños… Y de vez en cuando un beso de marido culpable, una mirada
menos dura, una media sonrisa… Y piensas que todo está bien, que tu mundo no se
caerá todavía. Aguantas un poco más. Aguantas por esto, por lo otro y por lo de más allá.
Disculpas, autoengaños…
Hasta que un día, a una se le cae
la venda bien caída, no a medias, ¿sabes cómo te digo? Así, como si se hubiera
hecho de día de repente y tanta claridad te dejara completamente ciega, tanto,
que no pudieras soportarlo y tuvieras que apagar la luz para que nadie vea tu
vergüenza, para que nadie sepa de tu pena arrastrada por los cuartos más
oscuros de tu pobre, triste y pequeña
vida.
Y es la última mano alzada, el
último exabrupto salido de su boca, la última amante que paseó por tu cara, lo que hace que digas que ya nada importa, y que grites ¡ya basta!
No, no lo vi venir. Solo cuando
dejé de estar ciega, dormida, amordazada, muerta del miedo a perderle, del miedo a contar
mi verdad, solo entonces tuve la fuerza suficiente para abrir la puerta y echar
a correr hasta llegar aquí, hasta encontrarme con aquella que fui. Estoy sola, desnuda, sin nada,
pero me tengo a mí y estoy viva.
La VIDA me espera.
Foto: Edurne, de una escultura de no recuerdo quién, expuesta en ARTMADRID de esta pasado Febrero. Texto: Edurne (breve ejercicio y reflexión sin
corregir). Imagen. Circula por la Red estos días, en casi todos los perfiles de nuestros Whatsapps.
Ni una más. Ni una mujer más que sea humillada, maltratada, asesinada. Y ni un hombre más que sea humillado, maltratado y asesinado, porque menos, pero también los hay.